martes, 31 de marzo de 2015

Diccionarios y Academia en Chile (segunda parte)

En este posteo (acá se puede ver el anterior) continúo la revisión histórica de la relación entre diccionarios y Academia en el contexto hispanohablante chileno. Adelanto que estoy preparando el terreno para llamar la atención sobre la necesidad de que la lexicografía académica chilena se renueve, a lo cual me dedicaré en la tercera (próxima y última) parte.

Los primeros diccionarios del español de Chile han sido bien descritos por Alfredo Matus en su propuesta de periodización de la lexicografía chilena, publicada en 1994. Los diccionarios de Zorobabel Rodríguez y Camilo Ortúzar reflejan muy bien lo que Matus llama el carácter “precientífico” del primer periodo, determinado principalmente por la actitud normativa y la autoría individual, junto con la condición complementaria respecto del diccionario de la Real Academia Española. Recién en Voces usadas en Chile de Aníbal Echeverría y Reyes, de 1900, asoman los primeros indicios de una actitud un poco más descriptiva y de interés genuinamente científico por las peculiaridades del habla local, aunque sin dejar de concentrarse exclusivamente en lo que diferencia a Chile del modelo castellano codificado en el diccionario de la RAE. Echeverría y Reyes no dejó de hacer valoraciones normativas respecto del léxico chileno. El descriptivismo incipiente de Echeverría y Reyes se explica en buena medida por la influencia intelectual de Rodolfo Lenz, el filólogo alemán llegado a Chile en la última década del XIX (en este artículo estudio un poco más la relación entre Echeverría y Lenz, a través de las cartas que el primero le envió al segundo).
Lenz y Federico Hanssen fueron los introductores de la lingüística científica en Chile. Lenz, quien en 1924 sería elegido miembro honorario de la Academia Chilena de la Lengua (en reemplazo del difunto Hanssen), manifestó públicamente su extrañeza ante el uso que se daba a los diccionarios en Chile, y en general en el mundo hispanohablante:

Es un hecho curioso que en Alemania nunca había visto que un hombre culto, a no ser que fuera un filólogo germanista, consultara un diccionario de la lengua alemana. Existen varios, aun muy grandes, pero no son obras populares. Me chocó, por consiguiente, cuando al llegar a Chile veía que en la oficina del Instituto pedagógico había un Diccionario de la lengua castellana, naturalmente de la Real academia, que era consultado con frecuencia por los empleados y los profesores chilenos. ¿Qué buscaban ahí? A veces no era más que la correcta ortografía; pero otras veces se trataba de discusiones sobre la cuestión de si tal palabra era buena, castiza, o si era un «vicio de lenguaje», porque no aparecía en el Diccionario oficial. La única razón plausible para consultar un diccionario de la lengua patria, según mi opinión, sería que en la lectura de algún libro, sea novela u obra científica de cualquier especie, se encontrase una palabra cuyo significado no se comprenda bien. (Problemas del diccionario castellano en América, 1926, pág.  9)

Lenz, además de redactar su Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguasindígenas, también impulsó la idea de emprender el capítulo chileno de un proyecto de Diccionario del habla popular que se desarrollaba entonces (por la década de 1920) bajo la dirección del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires. La idea de Lenz (el Diccionario del habla popular chilena), lamentablemente, nunca llegó a concretarse.
El filólogo alemán, en cualquier caso, fue un pájaro raro en el medio chileno de la época. Durante la primera mitad del siglo XX, seguirían proliferando los diccionarios diferenciales y de orientación normativa, y la Academia Chilena, de forma institucional o, preferentemente, a través de sus individuos, seguiría concentrada en colaborar con el diccionario que se redactaba desde Madrid. El muchas veces editado Diccionario de la lengua castellana de Rodolfo Oroz, publicado por primera vez en la década de 1940, podría considerarse el primer diccionario integral hecho en Chile, pero en realidad es una especie de copia mecánica del diccionario de la RAE con la adición de muchos chilenismos y americanismos. No subyace a esta obra una reflexión teórica ni una metodología que permita asemejarlo a diccionarios integrales como los que se desarrollarían mucho más tarde en otros países.
Tan solo en 1978 la Academia Chilena publicó su primer diccionario institucional, el Diccionario del habla chilena. Alfredo Matus incluye esta obra en el periodo de transición de la lexicografía chilena, pues tiene varias diferencias importantes respecto de los diccionarios anteriores: el foco se desplaza desde la prescripción a la descripción; la autoría es colectiva y no individual; el equipo de trabajo es integrado, en parte, por profesionales del estudio científico del lenguaje. Nuevamente, sin embargo, nos encontramos con un diccionario que tiene como principal objetivo recoger léxico chileno que no se encuentra registrado en el diccionario de la RAE.
Desde fines de la década de 1990, la Academia Chilena emprendió un nuevo proyecto lexicográfico, el Diccionario de uso del español de Chile (DUECh), cuya versión final se publicaría el 2010, con ocasión de la celebración del Bicentenario, y en el cual tuve la oportunidad de trabajar coordinando el equipo de lexicógrafos. Este diccionario puede ser incluido dentro de la etapa científica de la lexicografía chilena, según la periodización de Alfredo Matus. Es el primer diccionario de la Academia Chilena de la Lengua que, además de adoptar una postura descriptiva y de tener autoría colectiva, parte de una teoría y metodología lexicográficas renovadas y acordes con los desarrollos que la disciplina había experimentado durante las últimas tres décadas del siglo XX. Cabe destacar, sin embargo, que en Chile el Diccionario ejemplificado de chilenismos, de Félix Morales Pettorino y su equipo (cuyos primeros tomos son de la década de 1980), tiene el mérito de haber sido el primer ejemplo de esta nueva manera de hacer diccionarios, el primer diccionario científico del español de Chile.
No obstante, tanto el DUECh de la Academia Chilena de la Lengua como el diccionario de Morales Pettorino continúan la tendencia diferencial que ha caracterizado a la lexicografía chilena desde sus inicios en el siglo XIX. Morales Pettorino sigue usando como parámetro de contrastividad el diccionario de la Real Academia Española; el DUECh añade a este el Diccionario del español actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, junto con los corpus académicos CREA y CORDE, y buscadores informáticos como Google. Sigue subyacente la suposición de que lo interesante del español de Chile es lo que lo diferencia respecto del léxico general “panhispánico”. En el caso del DUECh, si se ponen lado a lado el título (Diccionario de uso del español de Chile) y la naturaleza exclusivamente diferencial del léxico incluido, podría desencadenarse una desafortunada implicatura: que el léxico del español de Chile se reduce a lo que tiene de distinto respecto del léxico general.
En el próximo posteo, argumentaré que esto, según mi parecer (en el que sigo a otros, claro), no le hace justicia a lo que exige una lexicografía moderna. Veremos, entonces, por qué es necesario superar la perspectiva diferencial predominante en la lexicografía chilena, y qué podría hacerse en el futuro en el seno de la Academia.
[Continuará...]

martes, 24 de marzo de 2015

Diccionarios y Academia en Chile (primera parte)

En el marco del proyecto de investigación que acabo de comenzar (FONDECYT Regular 1150127 "Ideas lingüísticas en los debates sobre léxico y ortografía en Chile (1875-1927)"), dos temas van a ser recurrentes, por su importancia en la formación o reproducción de las ideas lingüísticas en el medio cultural chileno de la época: los diccionarios y la Academia Chilena de la Lengua.

Ambos son y han sido vectores de representaciones sociales específicas acerca de la lengua española, representaciones vinculadas a los intereses particulares o institucionales de sus autores (en el caso de los diccionarios) o integrantes (en el caso de la academia), que muchas veces eran los mismos sujetos. A diferencia de lo ocurrido con la creación de la Real Academia Española en 1713, cuando se fundó la Academia Chilena de la Lengua, en 1885, no hubo iniciativas de asumir como tarea corporativa la elaboración de un diccionario propio. La mayoría de los diccionarios americanos de esa época eran escritos por individuos, no por instituciones.

Un buen ejemplo es el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, de 1875. Rodríguez se contaba entre los miembros fundadores de la Academia Chilena y en el momento en que se crea esta institución, dicha obra ya gozaba de amplia fama. El diccionario de Rodríguez, igualmente, ilustra perfectamente el hecho de que la lexicografía americana de la época era normalmente subsidiaria de la lexicografía académica madrileña. La finalidad típica de un diccionario americano del XIX era contribuir directa o indirectamente al perfeccionamiento del diccionario “oficial” (el de la RAE), y así lo asumió la mayoría de los primeros académicos americanos.

También los académicos españoles asignaban este propósito (entre otros) a la fundación de academias correspondientes americanas. En una comunicación confidencial dirigida al director de la Real Academia Española (y conservada hasta hoy en el archivo de esta institución), fechada el 8 de julio de 1885, el Ministro Residente en Chile informa sobre la segunda sesión de la Academia Chilena y señala:

También se trató en dicha sesión de los trabajos a que próximamente debería dedicarse la nueva Academia, indicándose como preferente el dar a conocer a la Corporación Española los modismos y frases usados en Chile, valiéndose al efecto del Diccionario de Chilenismos, de que es autor Don Zorobabel Rodríguez.

Andrés Bello, el primer correspondiente en Chile de la Real Academia Española, tampoco se había propuesto hacer un diccionario, sino que, además de sus conocidos trabajos gramaticales  y literarios, más bien se dedicó a la crítica lexicográfica (como puede verse en este trabajo de Francisco J. Pérez). Bello destinó sus esfuerzos sobre todo a hacer sugerencias para el mejoramiento de los grandes diccionarios normativos de la lengua española, fueran institucionales (Real Academia Española) o de autor (Rafael M. Baralt), así como también de repertorios lexicográficos locales, tales como las Correcciones lexigráficas de Valentín Gormaz, de 1860.

En la crítica de Bello a Gormaz puede verse su “horizonte de expectativas” respecto de la lexicografía hispanoamericana, es decir, qué función pensaba que debía cumplir un diccionario local. Esta función, para Bello, era la de identificar y criticar las “voces y frases impropias de que está plagado entre nosotros el castellano”. Por otra parte, Bello asignaba al diccionario de la RAE la función de describir y determinar el “buen uso” (sus críticas se dirigían precisamente al cumplimiento ineficiente de esta función).

En 1866, casi dos décadas antes de la fundación de la Academia Chilena, Ramón Sotomayor Valdés, quien más tarde sería también miembro de esta institución, había hecho una propuesta lexicográfica de envergadura en su discurso de ingreso a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile.

Varios aspectos de las ideas de Sotomayor (que analizo con más detalle acá) anuncian el clima de opinión en que se fundará años más tarde la Academia Chilena. Sotomayor, en primer lugar, creía que la agencia del cultivo del idioma en Hispanoamérica debía estar en manos de los locales, o al menos estos debían también participar activamente, pues los extranjeros (se refiere a los españoles) habitualmente “ni siquiera se han rozado con nuestras sociedades” y, en consecuencia, no son capaces de “fijar el sentido jenuino de muchos vocablos, i de comprobar su uso autorizado” en el ámbito americano, ni tampoco de “colectar todas las voces verdaderamente usuales i dignas de figurar en el diccionario de una nación”.

En segundo lugar, Sotomayor defendía que la planificación lingüística no podía hacerse a título individual, sino que debía ser una tarea institucional, realizada a través de “cuerpos colejiados que son el resúmen i la síntesis del progreso intelectual de nuestras sociedades”. La concreción de esta participación americana e institucional en la planificación lingüística, propone Sotomayor, debe hacerse a través de la formación de un diccionario hispanoamericano, un “principio de autoridad” que presente “en un cuerpo ordenado i fácil de consultar ese enjambre de voces que, como abejas sin colmena, vagan a la aventura i a merced del capricho de las circunstancias”.

A pesar de que Sotomayor parece hacer un gesto reivindicativo del protagonismo americano en los destinos de la lengua, de cualquier modo concibe este “diccionario hispanoamericano” como un complemento del diccionario de la RAE. Sin embargo, debe destacarse que, según puede inferirse (pues Sotomayor no entra en detalles), este diccionario no sería una obra “diferencial”, dedicada a denunciar solo los “errores y vicios” idiomáticos de los americanos, sino algo más parecido a un diccionario “integral”, que describiría la lengua española tal como era usada por los cultos de América, en su integridad (siguiendo el modelo de Noah Webster en los Estados Unidos). Tarea ingente, sin duda, que probablemente por lo mismo quedó en un mero proyecto.

[Continuará...]

lunes, 16 de marzo de 2015

Ideas lingüísticas en Chile, 1875-1927: presentación de una investigación

Hoy empiezo un nuevo proyecto de investigación, así que en adelante estaré posteando seguido sobre ideas y novedades relacionadas con el tema. Este primer posteo será un poco árido, cargado a la teoría, pero en los siguientes ya iré mostrando papitas (algunas, resultados de trabajo ya adelantado).

El proyecto se llama "Ideas lingüísticas en los debates sobre léxico y ortografía en Chile (1875-1927)", durará hasta el 2017 y será financiado por FONDECYT (concurso Regular 2015, proyecto 1150127).

Se enmarca en una subdisciplina relativamente nueva: la historiografía lingüística (también conocida como historiografía de la lingüística o historia de las ciencias del lenguaje), que se encarga de estudiar cómo las ideas especializadas acerca del lenguaje se conforman y transmiten en el tiempo y en distintas tradiciones. Sin embargo, a diferencia de la corriente "mainstream" de estos estudios, mi equipo hará uso amplio y central de una herramienta analítica proveniente de la antropología lingüística: la de ideología lingüística. La razón es que pensamos que conviene relativizar la distinción entre "conocimiento" especializado y "saberes" no especializados, y asumir que están dinámicamente interrelacionados. Y, sobre todo, que están atravesados ambos por la naturaleza política del lenguaje, es decir, fuertemente ligados al contexto histórico en que son producidos.

En historiografía lingüística, habitualmente se entiende por idea algo distinto de creencia, pues con el primer término se hace referencia a las ideas aceptadas como válidas y ciertas acerca del lenguaje en determinado momento: el conocimiento científico y "objetivo" aportado por la hoy denominada lingüística. Creencia, mientras tanto, sería una idea "falsa" y "subjetiva", usualmente sostenida por un no especialista. Para nosotros, tan subjetivas y dependientes de la cultura e intereses políticos (es decir, "ideológicas") son las ideas de los especialistas como las de los no especialistas. Entender los sistemas o conjuntos de ideas lingüísticas como ideologías nos permitirá, precisamente, destacar esta manera de ver el problema.

Por otra parte, nos parece sana la consideración de la influencia de la ideología y las actitudes en los discursos "especializados" acerca del lenguaje, pues conlleva una relativización del valor de verdad o neutral que normalmente se atribuye a las descripciones científicas de los lingüistas, y contribuye a cuestionar la visión de la lingüística como una actividad sociopolíticamente aséptica. Como señala John E. Joseph, tanto las concepciones lingüísticas de los legos como las de los especialistas responden a sistemas de creencias más generales. Aún más, estos tipos de concepciones no se encuentran aisladas entre sí: es sabido que las creencias que los no lingüistas tienen hoy acerca del lenguaje suelen provenir de aquellas que los lingüistas de épocas anteriores sostenían y que han quedado obsoletas desde el punto de vista científico (como muestran Wilton y Wochele), de manera que es necesario, para entender la visión popular actual acerca del lenguaje, conocer la de los especialistas de épocas pasadas.

¿Y qué interés podría tener estudiar la historia de las ideas lingüísticas, más allá del que puedan tener los propios lingüistas por la historia de su especialidad? Resulta que su relevancia sobrepasa por mucho el ámbito de la lingüística, pues la historia de las ideas acerca del lenguaje se entremezcla con la historia cultural e intelectual en sentido amplio, en la medida en que dichas ideas forman parte de y se relacionan con imaginarios más amplios que revelan aspectos epistemológicos, morales, políticos y culturales, en general, de las comunidades en que han surgido. Se trata de una oportunidad, entonces, para conocer aún mejor la historia cultural del país.

Con esto, creo, podrá entenderse el espíritu que anima a este nuevo proyecto de investigación.

domingo, 4 de enero de 2015

El origen de la palabra "flaite"

El estereotipo social del flaite tiene una importante faceta lingüística: este personaje, en la percepción social más común, habla de una manera peculiar ("como reflejo natural de su espíritu", dirá alguien).


Quizá por eso (por tener el estereotipo un elemento de conciencia metalingüística), queda la pelota puesta para que mucha gente se pregunte de dónde viene la palabra misma flaite, suponiendo que el origen de la palabra puede revelar algo sobre la esencia del personaje. Así, circulan teorías como las siguientes:

a) El nombre se debe a un modelo de zapatillas, Air Flight, que en su versión pirata (que usaban supuestamente los flaites) se llamaban Flight Air; entonces, flight air > flaiter > flaite.

b) Los flaites son supuestamente todos drogadictos, o sea, "volados"; en inglés, flighter [sic] > flaiter > flaite.

c) Vendría de flighter [sic!!], pero en el sentido de que los flaites originales eran lanzas internacionales que tomaban vuelos para ir a trabajar a Europa: por eso eran "voladores".

Estas teorías presentan debilidades obvias que no discutiré en detalle acá. Por otra parte, Félix Morales Pettorino, en su Diccionario ejemplificado de chilenismos, da como origen el inglés fighter.

Creo que Morales Pettorino tiene razón. Aunque él no da razones ni entrega más datos para justificar esa etimología, he hecho algunas averiguaciones y he encontrado lo siguiente.

En Lima, a comienzos del siglo XX existía la figura del faite (la voz persiste hasta hoy en Perú con esta forma), que designaba a una especie de equivalente de nuestro "choro de puerto", un delincuente que se caracterizaba por su valentía, choreza y por "imponerse a pulso", como decía el escritor peruano Abelardo Gamarra. Ocupaba, por eso, un lugar jerárquico alto dentro del mundo criminal y era un sujeto que gozaba de prestigio y respeto incluso fuera de ese mundo.

Junto con la forma faite, se usaba el nombre faiteman. La procedencia inglesa es refrendada por casi todos los testimonios peruanos, contemporáneos y más recientes, lo cual es razonable además por la presencia de marinos de habla inglesa en varios puertos de América durante esa época.

Quizá por vía portuaria, igualmente, llegó el término a Chile. Al parecer se difundió primero por el coa. Inés Benavides Romo, en una memoria universitaria escrita en 1966, registra faite ‘delincuente’, faite funao ‘delincuente conocido por la policía’ y faite piola ‘delincuente nuevo’, así como faite canilla ‘ladrón barato’ entre los vocablos “recopilados a través de consultas a funcionarios de Investigaciones, Prisiones y Reos”, lo cual da cuenta de que debe haber tenido uso real por esos años entre los delincuentes chilenos. 

En 1979, Armando Méndez Carrasco, en su Diccionario coa, consigna faite ‘ladrón, en general’ y chorifaite, ‘fusión de choro (delincuente habitual) con faite’. Ni faite ni flaite se encuentran registrados en la obra de Julio Vicuña, de 1910, el primer repertorio lexicográfico conocido de coa, de manera que habrá que pensar que su difusión en el español de Chile habrá sido posterior a ese año.


Flaite es registrado también en diccionarios de coa, pero de época más reciente. Ricardo Candia, por ejemplo, en su diccionario de 1998, lo recoge definido como ‘delincuente respetado, que viste elegantemente y tiene trato caballeroso’, lo cual da cuenta de que el significado original de faite pudo haberse mantenido, parcialmente al menos, en el ámbito delincuencial.


Mientras la palabra estuvo restringida al mundo canero, mantuvo su connotación positiva. Pero apenas pasó al lenguaje "común" de Chile, debió cargarse de connotaciones negativas, en congruencia con la percepción social negativa que en el mundo "normal" existe acerca del mundo delincuencial.


De ahí podría explicarse los significados que tiene la palabra hoy en el español de Chile (véase el Diccionario de uso del español de Chile, de la Academia Chilena de la Lengua), que implican una actitud negativa hacia sus referentes. El uso común actual focaliza rasgos estereotípicos percibidos negativamente por la sociedad en las personas a que se refiere el término: condición social baja, mala educación, mal gusto, mala calidad, etc.


A ver si en el futuro logro (o alguien más) refrendar estas especulaciones.

[Esta entrada se basa en una nota que aparecerá en algún número futuro de la revista Alpha de la Universidad de los Lagos.]






martes, 30 de diciembre de 2014

Larraínes y Canales al micrófono

El Mercurio de Santiago informó este 24 de diciembre (C7) acerca de la absolución de Martín Larraín. La noticia incluye el siguiente recuadro, en que citan palabras de representantes de las familias de las partes:


Es notable la disparidad al momento de reproducir rasgos de oralidad de los entrevistados.

En el tercer párrafo de la columna correspondiente a Juana Canales, aparece "curao" con expresión gráfica del debilitamiento extremo de la /d/. En las palabras de Carlos Larraín, en cambio, no se refleja igualmente el debilitamiento de /d/ en "pasado" o en "afortunadamente", a pesar de que podemos suponer que dicho debilitamiento ocurre siempre en su habla (es cosa de ver cualquier entrevista a Larraín en Youtube).

Por otra parte, en la misma frase de Canales aparece un rasgo no estándar muy evidente. Las gramáticas normativas del español dicen que si la frase principal tiene el verbo en condicional (habría), la frase subordinada tiene que llevarlo en imperfecto de subjuntivo (hubiera). Juana Canales, en cambio, usa ambos verbos en condicional.

Independientemente de que la señora Canales hable así (lo cual no tiene nada de malo), el grado en que un medio conserva fidelidad a las palabras de los entrevistados pasa por una decisión editorial (que solo en parte tiene que ver con el "manual de estilo" del medio). En este caso, una "corrección de estilo" no habría alterado el contenido de las palabras de la entrevistada, así que habría sido posible. El que El Mercurio no lo haya hecho es lo que me llama la atención.

Puedo estarle poniendo color, pero sospecho un ánimo de dibujar una imagen valorativamente cargada de los Canales: mientras que Larraín habla "normal", Canales habla "raro", y al presentarlos así se activan las connotaciones que tiene la divergencia respecto del estándar en las ideas lingüísticas populares (hablar "mal" o "raro" es signo de incultura, estupidez, inmoralidad, etc.).

No me extrañaría que El Mercurio haya querido aprovechar esas connotaciones para sugerir muy sutilmente a los lectores una imagen negativa de los Canales y favorable de los Larraín.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Nicolás Palacios y la lengua de la "raza chilena"

Hace algún tiempo vengo estudiando las ideas acerca del lenguaje que los intelectuales locales del siglo XIX tenían acerca del español chileno, suponiendo que permiten entender mejor, entre otras cosas, por qué hoy tenemos una autoestima lingüística tan baja (véase acá y acá, por ejemplo).

En resumen, he encontrado que casi todos los miembros de la élite intelectual censuraban los dialectalismos chilenos, por atentar contra una deseada unidad y uniformidad erigida sobre un modelo exógeno (algunos detalles se pueden ver aquí, aquí, y aquí). Esta actitud negativa, autoflagelante, hacia nuestra propia forma de hablar es un claro antecedente de la que circula como discurso público o como "sentido común" hoy.

De muestra un botón. Zorobabel Rodríguez, en 1875, decía que "la incorrección con que en Chile se habla y escribe la lengua española es un mal tan generalmente reconocido como justamente deplorado", lo cual suena bastante parecido a algunas declaraciones que se leen casi un siglo y medio después en El Mercurio de Santiago:




Casi todos pensaban así, digo, porque en el cambio de siglo me encontré con la figura excepcional de Nicolás Palacios. Excepcional por extravagante, en realidad, porque muchos de sus contemporáneos calificaron de absurda la tesis racial que propuso para la cultura chilena (bien analizada en este artículo por Bernardo Subercaseaux).

Me interesó Palacios porque dedica un capítulo bien largo de su libro Raza Chilena, publicado por primera vez en 1904. al tema del lenguaje. En resumen, Palacios dice que el dialecto chileno (con sus pérdidas de consonantes y todo lo que sabemos) es manifestación auténtica y legítima de la sicología de la raza chilena.

Lo más destacable es que Palacios, en abierta oposición a gran parte de sus contemporáneos aficionados al estudio del lenguaje, muestra una actitud positiva hacia el dialecto chileno, calificándolo de "dialeuto lijítimo".

Palacios dice que la raza chilena es mezcla de sangre "goda" (visigoda, que habría llegado a través de los conquistadores españoles) y mapuche, ambas razas de sicología patriarcal, sicología que, en el lenguaje, se manifiestaría a través de la primacía del fondo/contenido por sobre la superficie/adornos superfluos. Por eso es que el chileno "se come" las consonantes: por la tendencia sicológica de la raza.

También dice que el dialecto castellano medieval habría sido un romance fuertemente "goticizado", es decir un latín transformado por la sicología y por la fisiología de los visigodos que lo aprendieron como L2. Palacios dice, entre otras cosas, que una palabra como "agua" no viene del latín sino que de un gótico "ahwa". En cambio, el castellano literario sería una forma "feminizada", despojada de su virilidad original por la influencia de la sicología matriarcal. El habla de los conquistadores españoles llegados a Chile habría representado la vertiente castellana "auténtica", la germanizada.

Por atavismo lingüístico que se remonta a los visigodos, entonces, la raza chilena tendría su propia forma de hablar, legítima por ser expresión de la identidad de la nación, y privativa de ella, además ("una lengua / una raza / una nación"). Lo curioso es que Palacios niega influencia alguna del mapudungu (descarta la hipótesis araucanista de Lenz, ya conocida en esos años).

Las ideas lingüísticas etnonacionalistas de Palacios fueron duramente criticadas por Unamuno, entre otros, y no fueron tomadas en serio por quienes se dedicaban al estudio del lenguaje por esos años. Pero todavía está por ver si tuvieron alguna repercusión, por ejemplo, en el movimiento literario criollista de las primeras décadas del siglo XX. Ya en la segunda mitad del siglo, Miguel Serrano a veces cita a Palacios, así que no sería de extrañar que ideas como las de este autor hayan pervivido en círculos nacionalistas.

(Por si a alguien le interesa, he desarrollado en extenso el análisis del pensamiento lingüístico de Palacios en un artículo que acaba de aparecer en el número 24.2 (2014) de la revista Beiträge zur Geschichte der Sprachwissenschaft.)

martes, 16 de diciembre de 2014

Otra vuelta sobre ileal y chispeza: las actitudes

En fechas relativamente recientes, dos futbolistas chilenos concitaron atención pública por sendas innovaciones léxicas: Francisco Huaiquipán en 2012 por ileal y Gary Medel en 2014 por chispeza.

Las innovaciones léxicas / neologismos han estado siempre bajo escrutinio normativo en la tradición hispánica. Para ser "aceptados", se les exige cumplir con dos condiciones: estar bien formados (de acuerdo con ciertas reglas de formación de palabras) y satisfacer una necesidad denominativa (es decir, que no haya ya en la tradición una palabra para referirse a lo mismo, sobre el supuesto de que sería mucho derroche). Se puede estar de acuerdo o no con estos criterios defendidos "desde arriba" por instituciones como las academias de la lengua; de todos modos, muchas innovaciones han triunfado en el uso a pesar de no cumplirlos.

Si tuviera que apostar por la supervivencia de uno de los dos neologismos anteriores, pondría mis fichas a chispeza y no a ileal. Y la razón no tiene que ver con los criterios que señalé.

En cuanto al primer criterio, ambas palabras están bien formadas. Como ha argüido Ricardo Martínez, ileal sigue el procedimiento habitual de derivación a partir de un adjetivo, leal, mediante la adición de un prefijo, i(n)-. En cuanto a chispeza, Tercera Cultura señaló que sigue el mismo procedimiento que bajeza, belleza, etc. Si fuera así, sería un caso extremadamente raro porque -eza suele añadirse a adjetivos (como bajo o bello) y no a sustantivos (como chispa; a menos que chispa tenga un uso como adjetivo, que no conozco). Prefiero creer que es un portmanteau hecho a partir de chispa y viveza (sobre todo porque su significado parece inclinarse más bien hacia este último término).

Lo de la necesidad denominativa es más complicado de resolver. Para ileal, ya está desleal, pero ¿eran lo mismo, para Huaiquipán? Y para chispeza, bueno, habría que determinar qué quiso decir exactamente Medel: ¿lo mismo que viveza, o viveza con chispa?

Como dije, más allá de si satisfacen o no los criterios antes señalados, pienso que importa mucho más, para especular acerca del "éxito" futuro de cualquier neologismo, las actitudes que los demás miembros de la comunidad lingüística desarrollan hacia dichas innovaciones (cuestión planteada por Labov, Weinreich y Herzog ya en 1968). En este caso es una actitud lingüística (hacia un hecho de lenguaje) pero es sabido que las actitudes lingüísticas casi nunca tiene que ver con el lenguaje en sí, sino más bien con los hablantes y lo que estos representan socialmente.

Y esta es la razón por la que le apuesto a chispeza y no a ileal. Por un lado, ileal viene de la mano de un personaje que no despierta simpatía universal, quizá por representar varios estereotipos sociales negativos (en una sociedad clasista y racista como la chilena, el futbolista que exuda pobreza de cuna, "flaite" y de apellido mapuche). y que además hizo su innovación en un contexto que no despertaba ya demasiada simpatía (un reality show). Por el otro lado, chispeza tiene detrás suyo a una figura devenida en héroe nacional, que representa muchos ideales de la sociedad chilena (valentía, garra, esfuerzo, etc.), y que además tuvo por contexto un mundial de fútbol masculino en que el equipo chileno dejó una imagen muy positiva.

El imaginario social acerca de cada uno de estos innovadores lingüísticos, entonces, motivará actitudes de signo distinto hacia sus respectivos neologismos (simplificando: actitud positiva hacia chispeza, incluyendo candidatura al DRAE; actitud negativa hacia ileal), lo cual, finalmente, creo que podría llevar a distintos destinos para estos presuntos palabros. Pero habrá que esperar un tiempo para ver el resultado, que con el cambio lingüístico nunca se sabe.