En el marco del
proyecto de investigación que acabo de comenzar (FONDECYT Regular 1150127
"Ideas lingüísticas en los debates sobre léxico y ortografía en Chile
(1875-1927)"), dos temas van a ser recurrentes, por su importancia en la
formación o reproducción de las ideas lingüísticas en el medio cultural chileno
de la época: los diccionarios y la Academia Chilena de la Lengua.
Ambos son y han sido
vectores de representaciones sociales específicas acerca de la lengua española,
representaciones vinculadas a los intereses particulares o institucionales de
sus autores (en el caso de los diccionarios) o integrantes (en el caso de la
academia), que muchas veces eran los mismos sujetos. A diferencia de lo
ocurrido con la creación de la Real Academia Española en 1713, cuando se fundó
la Academia Chilena de la Lengua, en 1885, no hubo iniciativas de asumir como
tarea corporativa la elaboración de un diccionario propio. La mayoría de los
diccionarios americanos de esa época eran escritos por individuos, no por
instituciones.
Un buen ejemplo es el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, de 1875. Rodríguez
se contaba entre los miembros fundadores de la Academia Chilena y en el momento
en que se crea esta institución, dicha obra ya gozaba de amplia fama. El diccionario de Rodríguez, igualmente, ilustra
perfectamente el hecho de que la lexicografía americana de la época era
normalmente subsidiaria de la lexicografía académica madrileña. La finalidad
típica de un diccionario americano del XIX era contribuir directa o
indirectamente al perfeccionamiento del diccionario “oficial” (el de la RAE), y
así lo asumió la mayoría de los primeros académicos americanos.
También
los académicos españoles asignaban este propósito (entre otros) a la fundación
de academias correspondientes americanas. En una comunicación confidencial
dirigida al director de la Real Academia Española (y conservada hasta hoy en el
archivo de esta institución), fechada el 8 de julio de 1885, el Ministro
Residente en Chile informa sobre la segunda sesión de la Academia Chilena y
señala:
También se trató en dicha sesión de los trabajos a que
próximamente debería dedicarse la nueva Academia, indicándose como preferente
el dar a conocer a la Corporación Española los modismos y frases usados en
Chile, valiéndose al efecto del Diccionario de Chilenismos, de que es autor Don
Zorobabel Rodríguez.
Andrés
Bello, el primer correspondiente en Chile de la Real Academia Española, tampoco
se había propuesto hacer un diccionario, sino que, además de sus conocidos
trabajos gramaticales y literarios, más bien se dedicó a la crítica
lexicográfica (como puede verse en este trabajo de Francisco J. Pérez). Bello
destinó sus esfuerzos sobre todo a hacer sugerencias para el mejoramiento de
los grandes diccionarios normativos de la lengua española, fueran
institucionales (Real Academia Española) o de autor (Rafael M. Baralt), así
como también de repertorios lexicográficos locales, tales como las Correcciones
lexigráficas de Valentín Gormaz, de 1860.
En
la crítica de Bello a Gormaz puede verse su “horizonte de expectativas” respecto
de la lexicografía hispanoamericana, es decir, qué función pensaba que debía
cumplir un diccionario local. Esta función, para Bello, era la de identificar y
criticar las “voces y frases impropias de que está plagado entre nosotros el
castellano”. Por otra parte, Bello asignaba al diccionario de la RAE la función
de describir y determinar el “buen uso” (sus críticas se dirigían precisamente
al cumplimiento ineficiente de esta función).
En
1866, casi dos décadas antes de la fundación de la Academia Chilena, Ramón
Sotomayor Valdés, quien más tarde sería también miembro de esta institución,
había hecho una propuesta lexicográfica de envergadura en su discurso de
ingreso a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile.
Varios
aspectos de las ideas de Sotomayor (que analizo con más detalle acá) anuncian
el clima de opinión en que se fundará años más tarde la Academia Chilena.
Sotomayor, en primer lugar, creía que la agencia del cultivo del idioma en
Hispanoamérica debía estar en manos de los locales, o al menos estos debían
también participar activamente, pues los extranjeros (se refiere a los
españoles) habitualmente “ni siquiera se han rozado con nuestras sociedades” y,
en consecuencia, no son capaces de “fijar el sentido jenuino de muchos
vocablos, i de comprobar su uso autorizado” en el ámbito americano, ni tampoco
de “colectar todas las voces verdaderamente usuales i dignas de figurar en el
diccionario de una nación”.
En
segundo lugar, Sotomayor defendía que la planificación lingüística no podía hacerse
a título individual, sino que debía ser una tarea institucional, realizada a
través de “cuerpos colejiados que son el resúmen i la síntesis del progreso
intelectual de nuestras sociedades”. La concreción de esta participación americana
e institucional en la planificación lingüística, propone Sotomayor, debe
hacerse a través de la formación de un diccionario hispanoamericano,
un “principio de autoridad” que presente “en un cuerpo ordenado i fácil de
consultar ese enjambre de voces que, como abejas sin colmena, vagan a la
aventura i a merced del capricho de las circunstancias”.
A
pesar de que Sotomayor parece hacer un gesto reivindicativo del protagonismo
americano en los destinos de la lengua, de cualquier modo concibe este
“diccionario hispanoamericano” como un complemento del diccionario de la RAE.
Sin embargo, debe destacarse que, según puede inferirse (pues Sotomayor no
entra en detalles), este diccionario no sería una obra “diferencial”, dedicada
a denunciar solo los “errores y vicios” idiomáticos de los americanos, sino
algo más parecido a un diccionario “integral”, que describiría la lengua
española tal como era usada por los cultos de América, en su integridad
(siguiendo el modelo de Noah Webster en los Estados Unidos). Tarea ingente, sin
duda, que probablemente por lo mismo quedó en un mero proyecto.
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