martes, 24 de marzo de 2015

Diccionarios y Academia en Chile (primera parte)

En el marco del proyecto de investigación que acabo de comenzar (FONDECYT Regular 1150127 "Ideas lingüísticas en los debates sobre léxico y ortografía en Chile (1875-1927)"), dos temas van a ser recurrentes, por su importancia en la formación o reproducción de las ideas lingüísticas en el medio cultural chileno de la época: los diccionarios y la Academia Chilena de la Lengua.

Ambos son y han sido vectores de representaciones sociales específicas acerca de la lengua española, representaciones vinculadas a los intereses particulares o institucionales de sus autores (en el caso de los diccionarios) o integrantes (en el caso de la academia), que muchas veces eran los mismos sujetos. A diferencia de lo ocurrido con la creación de la Real Academia Española en 1713, cuando se fundó la Academia Chilena de la Lengua, en 1885, no hubo iniciativas de asumir como tarea corporativa la elaboración de un diccionario propio. La mayoría de los diccionarios americanos de esa época eran escritos por individuos, no por instituciones.

Un buen ejemplo es el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, de 1875. Rodríguez se contaba entre los miembros fundadores de la Academia Chilena y en el momento en que se crea esta institución, dicha obra ya gozaba de amplia fama. El diccionario de Rodríguez, igualmente, ilustra perfectamente el hecho de que la lexicografía americana de la época era normalmente subsidiaria de la lexicografía académica madrileña. La finalidad típica de un diccionario americano del XIX era contribuir directa o indirectamente al perfeccionamiento del diccionario “oficial” (el de la RAE), y así lo asumió la mayoría de los primeros académicos americanos.

También los académicos españoles asignaban este propósito (entre otros) a la fundación de academias correspondientes americanas. En una comunicación confidencial dirigida al director de la Real Academia Española (y conservada hasta hoy en el archivo de esta institución), fechada el 8 de julio de 1885, el Ministro Residente en Chile informa sobre la segunda sesión de la Academia Chilena y señala:

También se trató en dicha sesión de los trabajos a que próximamente debería dedicarse la nueva Academia, indicándose como preferente el dar a conocer a la Corporación Española los modismos y frases usados en Chile, valiéndose al efecto del Diccionario de Chilenismos, de que es autor Don Zorobabel Rodríguez.

Andrés Bello, el primer correspondiente en Chile de la Real Academia Española, tampoco se había propuesto hacer un diccionario, sino que, además de sus conocidos trabajos gramaticales  y literarios, más bien se dedicó a la crítica lexicográfica (como puede verse en este trabajo de Francisco J. Pérez). Bello destinó sus esfuerzos sobre todo a hacer sugerencias para el mejoramiento de los grandes diccionarios normativos de la lengua española, fueran institucionales (Real Academia Española) o de autor (Rafael M. Baralt), así como también de repertorios lexicográficos locales, tales como las Correcciones lexigráficas de Valentín Gormaz, de 1860.

En la crítica de Bello a Gormaz puede verse su “horizonte de expectativas” respecto de la lexicografía hispanoamericana, es decir, qué función pensaba que debía cumplir un diccionario local. Esta función, para Bello, era la de identificar y criticar las “voces y frases impropias de que está plagado entre nosotros el castellano”. Por otra parte, Bello asignaba al diccionario de la RAE la función de describir y determinar el “buen uso” (sus críticas se dirigían precisamente al cumplimiento ineficiente de esta función).

En 1866, casi dos décadas antes de la fundación de la Academia Chilena, Ramón Sotomayor Valdés, quien más tarde sería también miembro de esta institución, había hecho una propuesta lexicográfica de envergadura en su discurso de ingreso a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile.

Varios aspectos de las ideas de Sotomayor (que analizo con más detalle acá) anuncian el clima de opinión en que se fundará años más tarde la Academia Chilena. Sotomayor, en primer lugar, creía que la agencia del cultivo del idioma en Hispanoamérica debía estar en manos de los locales, o al menos estos debían también participar activamente, pues los extranjeros (se refiere a los españoles) habitualmente “ni siquiera se han rozado con nuestras sociedades” y, en consecuencia, no son capaces de “fijar el sentido jenuino de muchos vocablos, i de comprobar su uso autorizado” en el ámbito americano, ni tampoco de “colectar todas las voces verdaderamente usuales i dignas de figurar en el diccionario de una nación”.

En segundo lugar, Sotomayor defendía que la planificación lingüística no podía hacerse a título individual, sino que debía ser una tarea institucional, realizada a través de “cuerpos colejiados que son el resúmen i la síntesis del progreso intelectual de nuestras sociedades”. La concreción de esta participación americana e institucional en la planificación lingüística, propone Sotomayor, debe hacerse a través de la formación de un diccionario hispanoamericano, un “principio de autoridad” que presente “en un cuerpo ordenado i fácil de consultar ese enjambre de voces que, como abejas sin colmena, vagan a la aventura i a merced del capricho de las circunstancias”.

A pesar de que Sotomayor parece hacer un gesto reivindicativo del protagonismo americano en los destinos de la lengua, de cualquier modo concibe este “diccionario hispanoamericano” como un complemento del diccionario de la RAE. Sin embargo, debe destacarse que, según puede inferirse (pues Sotomayor no entra en detalles), este diccionario no sería una obra “diferencial”, dedicada a denunciar solo los “errores y vicios” idiomáticos de los americanos, sino algo más parecido a un diccionario “integral”, que describiría la lengua española tal como era usada por los cultos de América, en su integridad (siguiendo el modelo de Noah Webster en los Estados Unidos). Tarea ingente, sin duda, que probablemente por lo mismo quedó en un mero proyecto.

[Continuará...]

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