martes, 23 de agosto de 2016

¿Cómo conocer el pasado de las lenguas? A propósito del libro "Letras del desierto" de Tania Avilés


¿Cómo conocer el pasado de las lenguas? A propósito del libro Letras del desierto de Tania Avilés



En mi intervención, quiero simplemente destacar cuál es el aporte que este libro de Tania Avilés (1) ofrece al estudio de la historia de las variedades chilenas de la lengua española, que considero una parte muy relevante del estudio de la historia cultural del país.

Hacer historiografía de las lenguas se dificulta considerablemente por el problema de que no disponemos sino de atisbos imperfectos y destellos caprichosos provenientes del lenguaje del pasado. A los historiadores de las lenguas nos interesa llegar a la oralidad, al habla cotidiana, porque suponemos que ahí es donde las lenguas están vivas, en su estado natural de variación y cambio en curso. La palabra escrita de épocas pasadas abunda, es cierto, pero la oralidad de nuestros antepasados se nos escapa como la tortuga a Aquiles. 

William Labov, uno de los padres de la sociolingüística moderna, definía la lingüística histórica como “el arte de hacer el mejor uso posible de datos deficientes” (2). Y de hecho Labov le puso un nombre a nuestro escollo: la paradoja histórica. Antes él mismo había hablado de la paradoja del observador, que consiste en que el lingüista, al querer observar cómo alguien habla espontáneamente, auténticamente, por su mera presencia observadora perturba la espontaneidad y autenticidad de las formas de hablar de ese alguien. El ingenio y la tecnología han permitido superar o mitigar al menos los efectos de esta paradoja del observador en los estudios que se ocupan de cómo es el lenguaje hoy. Pero en el caso de la historia de las lenguas, la tecnología no está todavía suficientemente avanzada como para salvar el problema, y no lo va a estar hasta que sea posible el viaje temporal hacia el pasado.

Decía que la palabra escrita de épocas pasadas abunda, y es cosa de asomarse a los archivos históricos para darse cuenta de ello. El problema es que la palabra escrita no es sino un reflejo muy imperfecto de la oralidad. Hoy tenemos situaciones de comunicación en que lo oral y lo escrito confluyen, como el WhatsApp, que es básicamente lenguaje oral puesto en un medio escrito. Pero en la América colonial, e incluso en la época de la independencia, la escritura era dominada por muy pocos, y, lo más importante, su uso conllevaba normalmente el apego a tradiciones discursivas relativamente rígidas que motivaban el uso de formas lingüísticas que probablemente no eran las comunes en la oralidad de quienes escribían. Es decir, son raras las ocasiones en que la escritura del pasado refleja, siquiera aproximadamente, la oralidad.

El lingüista Wulf Oesterreicher se preguntaba: “¿Cómo es posible encontrar información sobre formas y variedades lingüísticas que, por definición, son ajenas a la lengua escrita y al medio gráfico? ¿cómo llegar a conocer usos lingüísticos propios del ámbito de la inmediatez, es decir, que corresponden a las variedades más o menos cercanas a la lengua hablada en sentido amplio? [...] Para los siglos pasados es inevitable aceptar incertidumbres, lagunas, y ‘espacios en blanco’ en nuestro conocimiento de las variedades que funcionan en el ámbito de la extrema inmediatez comunicativa. Debemos contentarnos en este campo con los disiecta membra de la oralidad que nos ofrecen los textos escritos” (3).

Para encontrar esos disiecta membra de la oralidad a los que se refiere Oesterreicher hay que hacer una búsqueda muy cuidadosa entre los textos escritos del pasado. Una primera aproximación a la oralidad nos la pueden ofrecer los autores literarios que intentan reproducir en sus obras el lenguaje de grupos no educados, como sucede en Alberto Blest Gana o Baldomero Lillo, por ejemplo. En este mismo sentido, nos podrían servir los pasajes correspondientes a discurso directo que hay a veces en la relación autobiográfica de la monja chilena Úrsula Suárez.

Pero el problema es que estos pasajes, que tienen su valor, claro, no pueden considerarse datos primarios, porque han pasado por el filtro del autor que impone estilizaciones y a veces caricaturas. Y qué decir de los testimonios de los gramáticos y diccionaristas de épocas pasadas, que pueden ofrecernos algunos datos valiosos tanto acerca de los usos como acerca de las valoraciones sociales de las formas de hablar, pero que siempre presentan descripciones parciales y, dependiendo del momento del que estemos hablando, más o menos inexactas.

Si nos ponemos exquisitos, lo que deberíamos usar como fuentes primarias de la lingüística histórica y como piedra de toque de nuestras especulaciones son los documentos escritos de puño y letra por las propias personas cuyo lenguaje queremos estudiar. Y dentro de estos, ojalá se trate de documentos de la esfera privada, tales como cartas familiares, donde podamos suponer que esa persona está usando un lenguaje lo más similar posible al que usa en la oralidad. Finalmente, nos encontraríamos con una verdadera joya si, además de todo lo anterior, resulta que el que escribe no ha tenido un entrenamiento escritural acabado, sino que más bien maneja a duras penas las convenciones de escritura, ortográficas o estilísticas, de manera que los modelos normativos del “buen hablar” no influyen de modo significativo en lo que pone en el papel.

En la sociolingüística histórica, y siguiendo al historiador holandés Jacques Presser, a este tipo de testimonios se los conoce como “documentos ego”, y se han transformado en la niña bonita de la disciplina (4). En los estudios sobre la historia del inglés o del neerlandés, por ejemplo, ya se han fabricado importantes corpus compuestos exclusivamente por este tipo de documentos. En el caso de la historiografía de la lengua española, todavía estamos en pañales respecto de estos avances.

A pesar de todo el valor que tienen, los documentos ego conllevan igualmente una parcialidad. El archivo histórico de que disponemos hoy tiende a reflejar solo a una parte de la sociedad y a invisibilizar a las demás partes. Es un archivo que discrimina, en el sentido de que en él quedan registradas las huellas de decisiones que han implicado determinar un valor superior para la palabra de unos, que ha quedado resguardada, por sobre la de otros, cuyas palabras, y por extensión su misma existencia, no merecieron la misma apreciación. Aún más, el hecho mismo de que solo podamos llegar a conocer el lenguaje de aquellos que escribían deja fuera de la historia observable por nosotros a una inmensa mayoría de los hablantes del pasado.

El corpus de cartas de obreros pampinos, que ha sido recogido con criterio selectivo, editado con rigurosidad filológica y estudiado de forma preliminar pero sugerente por Tania Avilés en su libro Letras del desierto, según mi opinión, tiene el gran mérito de ser el primer hito de un avance significativo en la historiografía de las variedades chilenas de la lengua española. La documentación chilena conservada, editada y estudiada hasta hoy, sea de la época colonial o de la época independiente, corresponde en su gran mayoría a una ingente masa de documentos oficiales, judiciales o literarios, que no son de gran utilidad desde el punto de vista de los objetivos de la sociolingüística histórica (aunque sí lo son para el conocimiento de la historia de las tradiciones verbales cultas, eso no se puede negar). Junto a lo anterior, existe una serie de epistolarios (como el de sor Dolores Peña y Lillo o el de Julio Bañados Espinosa), crónicas y otros tipos de textos que se acercan a las características de los documentos ego, pero que fueron escritos principalmente por sujetos pertenecientes a las élites, tales como generales, políticos de alto perfil, o monjas, que representan a algunos de los sectores más educados de la sociedad chilena.

Aunque en los documentos que acabamos de mencionar aparecen a veces rasgos que pueden considerarse huellas de oralidad, se dan con muy poca frecuencia (impidiendo así un estudio verdaderamente sociolingüístico) y, lo que considero más importante, no permiten realmente aproximarnos al ideal de hacer una historiografía de la lengua desde abajo, es decir, una historiografía que se aproxime, en la medida en que sea posible, a los hábitos lingüísticos y comunicativos de las capas medias y bajas de la sociedad, que podemos suponer determinan en gran medida las vicisitudes del cambio lingüístico.

El conjunto de cartas escogidas por Tania Avilés para su estudio, en este sentido, es excepcional, y constituye por ahora la mejor evidencia primaria con que contamos para el conocimiento de las variedades chilenas de la lengua española de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Esta evidencia aparece acá en el escenario de la pampa salitrera, claro, pero no hay que olvidar que las formas de lenguaje que contiene representan las variedades llevadas allá por sujetos provenientes principalmente de la zona central de Chile, y que quizá pasaron allá en el norte por procesos de nivelación dialectal, tal como probablemente ha pasado muchas veces, antes y después, en nuestra historia de obreros y temporeros migrantes. Lo que quiero decir es que no se puede reducir su representatividad a la zona de la pampa salitrera; se trata en realidad de una ventana (más o menos prístina) que ofrece una vista inmejorable al pasado reciente de todos los hispanohablantes chilenos.


NOTAS

(1) Tania Avilés (edición y estudio), Letras del desierto: edición de un corpus epistolar para su estudio lingüístico, Región de Tarapacá, Chile, 1883-1937, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2016, ISBN 978-956-260-795-7. El presente texto fue leído en la presentación del libro, realizada el 22 de agosto de 2016 en la Academia Chilena de la Lengua, Instituto de Chile, Santiago.

(2) William Labov, Principios del cambio lingüístico, Vol. 1: Factores internos, Tomo I, Madrid: Gredos, 1996.

(3) Wulf Oesterreicher, “Textos entre inmediatez y distancia comunicativas. El problema de lo hablado escrito en el Siglo de Oro”, en Rafael Cano (coord.), Historia de la lengua española, pp. 729-770, 2.ª ed., Barcelona: Ariel, 2005.

(4) Marijke van der Wal y Gijsbert Ruten, “Ego-documents in a historical-sociolinguistic perspective”, en Marijke van der Wal y Gijsbert Ruten (eds.), Touching the Past: Studies in the historical sociolinguistics of ego-documents,  pp. 1-17, Amsterdam/Philadelphia: John Benjamins, 2013.

jueves, 28 de julio de 2016

El origen de cachar (y de ¿cachái?)

El verbo cachar y la partícula discursiva ¿cachái? son emblemas del habla chilena coloquial, en el sentido de que afloran fácilmente en la conciencia de los propios hablantes, para quienes son palabras "típicamente chilenas", lo cual puede desencadenar actitudes negativas o positivas.

Según el Diccionario de uso del español de Chile (DUECh), de la Academia Chilena de la Lengua, cachar puede significar ‘percibir con la visión o el oído’ ("caché que había alguien afuera"), ‘conocer, saber’ ("ella cacha mucho de arte"), ‘comprender’ ("ya caché lo que quiso decir") o ‘suponer’ ("yo cacho que sí, pero no estoy seguro").

Por su parte, la partícula discursiva ¿cachái? (con sus variantes ¿cachái o no? y ¿me cachái?) sirve básicamente para comprobar que se tiene la atención de quien escucha y que este, retóricamente, "confirme, ratifique o acepte lo dicho o lo que el hablante le pide". O sea, su función en el discurso está muy vinculada con el significado de 'comprender' que tiene el verbo del cual proviene. De entre las partículas que cumplen este propósito, ¿cachái? parece ser de las más comunes y usada preferentemente (pero no de manera exclusiva) por hombres jóvenes.

El diccionario de la Real Academia Española le atribuye a cachar origen inglés: vendría de to catch, ‘coger, atrapar’ (lo mismo dice el DUECh de la Academia Chilena). Sin embargo, el lingüista Johan Gille (siguiendo una propuesta hecha por Rodolfo Lenz a comienzos del siglo XX) ha defendido recientemente una explicación alternativa: se derivaría de catar, en su variante americana catear, lo que a su vez se remonta al latín captare.

Es muy normal que verbos que significan ‘tomar, coger, físicamente’ cambien su sentido a alguna variante de ‘percibir con los sentidos o el intelecto’. El vocablo latino captare, frecuentativo de capere ‘coger’, pasó precisamente por ese cambio de significado el transformarse en catar o catear y más tarde en cachar.

Lo más interesante es que Gille muestra citas de mediados del siglo 19 y de la primera mitad del 20 que muestran que había hispanohablantes chilenos que decían catear (y no catar) y que lo usaban con un sentido muy similar a nuestro actual cachar: “Catió al tiro que llegaba tarde”. El cambio de pronunciación catiar > cachar es plausible, aunque no es regular en los últimos siglos, como sí lo fue en etapas tempranas de la historia del castellano.


Para seguir leyendo:

Gille, Johan. 2015. On the development of the Chilean Spanish discourse marker cachái. Revue Romane 50(1): 3-29.

Mondaca, Lissette, Andres Méndez y Marcela Rivadeneira. 2015. "No es muletilla, es marcador, ¿cachái?": Análisis de la función pragmática del marcador discursivo conversacional cachái en el español de Chile. Literatura y Lingüística 32: 233-258.

Rojas, Darío. 2013. Cachái. En Diccionario de partículas discursivas del españolhttp://www.dpde.es/.

San Martín, Abelardo. 2011. Los marcadores interrogativos de control de contacto en el corpus PRESEEA de Santiago de Chile. Boletín de Filología 46(2): 135-166.

domingo, 21 de febrero de 2016

[EMOL TV] Día mundial de la lengua materna: ¿Cómo hablamos los chilenos?

Día mundial de la lengua materna: ¿Cómo hablamos los chilenos?

Conversamos con el lingüista y doctor en filología Darío Rojas, sobre cómo usamos el lenguaje los chilenos, las nuevas palabras en nuestro diccionario y más.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Los chilenismos y el Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española



Los colegas que llevan adelante el Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española, de la Universidad Nacional Tres de Febrero (Argentina), generosamente me invitaron a escribir una nota sobre los "chilenismos". Pueden leerla acá: http://untref.edu.ar/diccionario/notas-detalles.php?nota=11

En la nota, en resumen, no me refiero a la definición que los propios lingüistas hacen del concepto (creo, de hecho, que es un problema peliagudo, como el de definir qué es una "palabra"), sino a la idea que circula en nuestra cultura idiomática, en general, entre los que no son especialistas. Es decir, es una especie de indagación sobre la concepción "folk" de qué es un chilenismo. Y, por supuesto, vinculo esta concepción con la que los diccionarios de chilenismos del XIX ayudaron a construir y difundir, lo cual a su vez se explica en el marco de las ideologías lingüísticas del Chile hispanohablante de la época.






El Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española me parece una de las iniciativas lexicográficas más interesantes del último tiempo, por las mismas razones que ha expuesto antes José del Valle en este texto. Primero, porque ofrece una alternativa en cuanto al lugar geográfico habitual desde el que se hacen los grandes diccionarios de español (España); es un diccionario hecho desde Latinoamérica, lo cual supone (aunque sin ánimo de exclusión) ser hecho principalmente por latinoamericanos. En este sentido, tiene un espíritu afín al del proyecto de "Diccionario Hispano-americano" que planteó en 1866 el chileno Ramón Sotomayor Valdés (aunque con grandes diferencias de fondo, claro).

Segundo, porque ofrece a los propios hablantes la posibilidad de seleccionar las palabras que aparecen en el diccionario, y de definirlas y caracterizarlas en general. Es decir, de tomar el control de manos de las instituciones que habitualmente lo tienen (editoriales, academias y universidades) y de "sacarle la lengua al poder", como bien lo ha dicho José del Valle.

Invito a los hablantes del español de Chile a que se atrevan a participar en esta obra colectiva y que manden palabras con sus definiciones, pues hasta ahora se echan de menos. En este enlace pueden ingresar sus propuestas:

http://untref.edu.ar/diccionario/agregar.php

La participación de los hispanohablantes chilenos en esta iniciativa podría llegar a ser una parte muy importante de la recuperación de nuestro orgullo lingüístico y de la transformación de la cultura idiomática de nuestro país, que hasta ahora ha sido autoflagelante y reproductora de la visión de las élites.