¿Cómo
conocer el pasado de las lenguas? A propósito del libro Letras del desierto de Tania Avilés
En mi intervención, quiero
simplemente destacar cuál es el aporte que este libro de Tania Avilés (1) ofrece al estudio de la historia de las variedades
chilenas de la lengua española, que considero una parte muy relevante del
estudio de la historia cultural del país.
Hacer historiografía de las lenguas
se dificulta considerablemente por el problema de que no disponemos sino de
atisbos imperfectos y destellos caprichosos provenientes del lenguaje del
pasado. A los historiadores de las lenguas nos interesa llegar a la oralidad,
al habla cotidiana, porque suponemos que ahí es donde las lenguas están vivas,
en su estado natural de variación y cambio en curso. La palabra escrita de
épocas pasadas abunda, es cierto, pero la oralidad de nuestros antepasados se
nos escapa como la tortuga a Aquiles.
William Labov, uno de los padres de la
sociolingüística moderna, definía la
lingüística histórica como “el arte de hacer el mejor uso posible de datos
deficientes” (2). Y de hecho Labov le puso un nombre a nuestro escollo: la paradoja histórica. Antes él mismo había
hablado de la paradoja del observador,
que consiste en que el lingüista, al querer observar cómo alguien habla
espontáneamente, auténticamente, por su mera presencia observadora perturba la
espontaneidad y autenticidad de las formas de hablar de ese alguien. El ingenio
y la tecnología han permitido superar o mitigar al menos los efectos de esta
paradoja del observador en los estudios que se ocupan de cómo es el lenguaje
hoy. Pero en el caso de la historia de las lenguas, la tecnología no está todavía
suficientemente avanzada como para salvar el problema, y no lo va a estar hasta
que sea posible el viaje temporal hacia el pasado.
Decía que la palabra escrita de
épocas pasadas abunda, y es cosa de asomarse a los archivos históricos para
darse cuenta de ello. El problema es que la palabra escrita no es sino un
reflejo muy imperfecto de la oralidad. Hoy tenemos situaciones de comunicación
en que lo oral y lo escrito confluyen, como el WhatsApp, que es básicamente
lenguaje oral puesto en un medio escrito. Pero en la América colonial, e
incluso en la época de la independencia, la escritura era dominada por muy
pocos, y, lo más importante, su uso conllevaba normalmente el apego a
tradiciones discursivas relativamente rígidas que motivaban el uso de formas
lingüísticas que probablemente no eran las comunes en la oralidad de quienes
escribían. Es decir, son raras las ocasiones en que la escritura del pasado
refleja, siquiera aproximadamente, la oralidad.
El lingüista Wulf Oesterreicher
se preguntaba: “¿Cómo es posible encontrar información sobre formas y
variedades lingüísticas que, por definición, son ajenas a la lengua escrita y
al medio gráfico? ¿cómo llegar a conocer usos lingüísticos propios del ámbito
de la inmediatez, es decir, que corresponden a las variedades más o menos
cercanas a la lengua hablada en sentido amplio? [...] Para los siglos pasados
es inevitable aceptar incertidumbres, lagunas, y ‘espacios en blanco’ en
nuestro conocimiento de las variedades que funcionan en el ámbito de la extrema
inmediatez comunicativa. Debemos contentarnos en este campo con los disiecta membra de la oralidad que nos
ofrecen los textos escritos” (3).
Para encontrar esos disiecta membra de la oralidad a los que
se refiere Oesterreicher hay que hacer una búsqueda muy cuidadosa entre los
textos escritos del pasado. Una primera aproximación a la oralidad nos la pueden
ofrecer los autores literarios que intentan reproducir en sus obras el lenguaje
de grupos no educados, como sucede en Alberto Blest Gana o Baldomero Lillo, por
ejemplo. En este mismo sentido, nos podrían servir los pasajes correspondientes
a discurso directo que hay a veces en la relación autobiográfica de la monja
chilena Úrsula Suárez.
Pero el problema es que estos pasajes, que tienen su
valor, claro, no pueden considerarse datos primarios, porque han pasado por el
filtro del autor que impone estilizaciones y a veces caricaturas. Y qué decir
de los testimonios de los gramáticos y diccionaristas de épocas pasadas, que pueden
ofrecernos algunos datos valiosos tanto acerca de los usos como acerca de las
valoraciones sociales de las formas de hablar, pero que siempre presentan
descripciones parciales y, dependiendo del momento del que estemos hablando,
más o menos inexactas.
Si nos ponemos exquisitos, lo que
deberíamos usar como fuentes primarias de la lingüística histórica y como
piedra de toque de nuestras especulaciones son los documentos escritos de puño
y letra por las propias personas cuyo lenguaje queremos estudiar. Y dentro de
estos, ojalá se trate de documentos de la esfera privada, tales como cartas
familiares, donde podamos suponer que esa persona está usando un lenguaje lo
más similar posible al que usa en la oralidad. Finalmente, nos encontraríamos
con una verdadera joya si, además de todo lo anterior, resulta que el que
escribe no ha tenido un entrenamiento escritural acabado, sino que más bien
maneja a duras penas las convenciones de escritura, ortográficas o
estilísticas, de manera que los modelos normativos del “buen hablar” no
influyen de modo significativo en lo que pone en el papel.
En la sociolingüística histórica, y
siguiendo al historiador holandés Jacques Presser, a este tipo de testimonios
se los conoce como “documentos ego”,
y se han transformado en la niña bonita de la disciplina (4). En los estudios
sobre la historia del inglés o del neerlandés, por ejemplo, ya se han fabricado
importantes corpus compuestos exclusivamente por este tipo de documentos. En el
caso de la historiografía de la lengua española, todavía estamos en pañales
respecto de estos avances.
A pesar de todo el valor que tienen,
los documentos ego conllevan igualmente
una parcialidad. El archivo histórico de que disponemos hoy tiende a reflejar
solo a una parte de la sociedad y a invisibilizar a las demás partes. Es un
archivo que discrimina, en el sentido de que en él quedan registradas las
huellas de decisiones que han implicado determinar un valor superior para la
palabra de unos, que ha quedado resguardada, por sobre la de otros, cuyas
palabras, y por extensión su misma existencia, no merecieron la misma
apreciación. Aún más, el hecho mismo de que solo podamos llegar a conocer el
lenguaje de aquellos que escribían deja fuera de la historia observable por
nosotros a una inmensa mayoría de los hablantes del pasado.
El corpus de cartas de obreros
pampinos, que ha sido recogido con criterio selectivo, editado con rigurosidad
filológica y estudiado de forma preliminar pero sugerente por Tania Avilés en
su libro Letras del desierto, según
mi opinión, tiene el gran mérito de ser el primer hito de un avance
significativo en la historiografía de las variedades chilenas de la lengua
española. La documentación chilena conservada, editada y estudiada
hasta hoy, sea de la época colonial o de la época independiente, corresponde en
su gran mayoría a una ingente masa de documentos oficiales, judiciales o
literarios, que no son de gran utilidad desde el punto de vista de los
objetivos de la sociolingüística histórica (aunque sí lo son para el
conocimiento de la historia de las tradiciones verbales cultas, eso no se puede
negar). Junto a lo anterior, existe una serie de epistolarios (como el de sor
Dolores Peña y Lillo o el de Julio Bañados Espinosa), crónicas y otros tipos de
textos que se acercan a las características de los documentos ego, pero que fueron escritos principalmente
por sujetos pertenecientes a las élites, tales como generales, políticos de
alto perfil, o monjas, que representan a algunos de los sectores más educados
de la sociedad chilena.
Aunque en los documentos que acabamos de mencionar aparecen a veces rasgos que
pueden considerarse huellas de oralidad, se dan con muy poca frecuencia (impidiendo
así un estudio verdaderamente sociolingüístico) y, lo que considero más
importante, no permiten realmente aproximarnos al ideal de hacer una
historiografía de la lengua desde abajo,
es decir, una historiografía que se aproxime, en la medida en que sea posible,
a los hábitos lingüísticos y comunicativos de las capas medias y bajas de la
sociedad, que podemos suponer determinan en gran medida las vicisitudes del
cambio lingüístico.
El conjunto de cartas escogidas
por Tania Avilés para su estudio, en este sentido, es excepcional, y constituye
por ahora la mejor evidencia primaria con que contamos para el conocimiento de
las variedades chilenas de la lengua española de fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Esta evidencia aparece acá en el escenario de la pampa
salitrera, claro, pero no hay que olvidar que las formas de lenguaje que contiene
representan las variedades llevadas allá por sujetos provenientes principalmente
de la zona central de Chile, y que quizá pasaron allá en el norte por procesos
de nivelación dialectal, tal como probablemente ha pasado muchas veces, antes y
después, en nuestra historia de obreros y temporeros migrantes. Lo que quiero
decir es que no se puede reducir su representatividad a la zona de la pampa
salitrera; se trata en realidad de una ventana (más o menos prístina) que
ofrece una vista inmejorable al pasado reciente de todos los hispanohablantes
chilenos.
NOTAS
(1) Tania Avilés (edición y estudio), Letras del desierto: edición de un corpus epistolar para su estudio lingüístico, Región de Tarapacá, Chile, 1883-1937, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2016, ISBN 978-956-260-795-7. El presente texto fue leído en la presentación del libro, realizada el 22 de agosto de 2016 en la Academia Chilena de la Lengua, Instituto de Chile, Santiago.
(2) William Labov, Principios del cambio lingüístico, Vol. 1: Factores internos, Tomo I,
Madrid: Gredos, 1996.
(3) Wulf Oesterreicher, “Textos
entre inmediatez y distancia comunicativas. El problema de lo hablado escrito
en el Siglo de Oro”, en Rafael Cano (coord.), Historia de la lengua española, pp.
729-770, 2.ª ed., Barcelona: Ariel, 2005.
(4) Marijke van der Wal y Gijsbert
Ruten, “Ego-documents in a historical-sociolinguistic perspective”, en Marijke
van der Wal y Gijsbert Ruten (eds.), Touching
the Past: Studies in the historical sociolinguistics of ego-documents, pp. 1-17, Amsterdam/Philadelphia: John
Benjamins, 2013.
Muy interesante! Mucho éxito con este proyecto.
ResponderBorrarSaludos,
Rafael.